Este relato lo presenté al concurso de mi instituto, y aunque no gané, me gustaría tenerlo por aquí:
Tras asegurar que nadie
me veía, me escabullí y me dirigí al Pop’s. Hacía tiempo que vivía solo, pero
no me importaba. Pronto tendría nueva compañía. Jerry me puso lo de siempre. En
ese momento entró una chica de mi edad corriendo y se escondió tras la barra
del bar.
– ¡Eh, tú! ¿Has visto a
una chica de tu edad, pelo castaño, piel blanca…? –me preguntó un hombre con
cara de mal humor que entró detrás.
– No, lo siento –mentí
sin dudarlo. No sabía quién era aquella chica, pero no iba a dejarla en manos
de ese hombre. Volvió a mirar, y se fue.
– Muchas gracias –me
dijo asustada, mirando por la ventana por si acaso volvía.
– De nada. Me llamo
Jake –respondí, y decidí curiosear un poco–. ¿Por qué te perseguían? Si puedo
preguntar.
– Yo soy Kate. El que
me perseguía quería encontrar algo que permite que un objeto viva. Y se supone
que mi collar puede hacer eso.
Entonces me fijé en su
collar. Era alargado, y en la punta se convertía en un corazón que salía hacia
fuera, tapado por la parte de abajo. Lo cogí cuidadosamente y, tras observarlo
unos segundos, me convencí. Esa era la última pieza del autómata que mi padre
se pasó la vida construyendo. Según mi madre, era especial.
– ¡Ahí está! –volvió el
hombre. No podía dejarla sola y no tenía ninguna opción contra aquel individuo.
Pero necesitaba ese collar. Así que, sin pensarlo, la cogí del brazo:
– ¡Corre, sígueme!
La conduje hasta la
puerta trasera y nos adentramos en la ciudad. No paramos de correr hasta que
llegamos a una plaza, y fue ahí donde nos rodearon. Estábamos atrapados. Entonces
vi el aparcamiento y me sentí aliviado. La guié hasta allí. Sabía que las motos
nos seguían, pero nos perderían pronto. Palpé las paredes y di con lo que
buscaba. Una puerta camuflada. Rápidamente la abrí y nos metimos dentro.
Estábamos muy juntos.
–
Hueles a hamburguesa –susurró riéndose.
– ¡Claro! –reí–. Es lo
que estaba comiendo antes de que me interrumpieras.
Nuestras risas se
oyeron por todo el aparcamiento, pero por suerte se habían ido. Fue en ese
momento en el que comencé a apreciar a Kate. No me gustaba tener amigos, pero
me caía bien. Tenía que ponerla a salvo, así que la guié hasta una sala donde
había ordenadores y un armario.
– Ayúdame a apartarlo,
por favor.
Entre los dos lo
movimos, y ante nuestros ojos apareció un oscuro túnel por el que entramos. Tras
unos minutos andando, llegamos a nuestro destino.
– Hogar, dulce hogar
–dije, y al ver que se sorprendía me adelanté–. Y antes de que digas nada, sí,
vivo solo. ¡Pero no por mucho tiempo! Ven. Mi padre empezó esto –expliqué enseñándole
el autómata–. Y la última pieza que me falta para terminarlo, para que cobre
vida, es tu colgante. ¿Ves ese agujero en forma de corazón que tiene en el centro?
Tienes que meter el corazón de tu collar ahí y darle tres vueltas.
– ¿Y a qué esperamos?
–contestó ilusionada Kate. Cogió el corazón, lo metió y le dio tres vueltas.
Pero no ocurrió nada.
– No… ¡No puede ser!
–dije, y Kate intentó animarme, pero la aparté–. ¡Déjame!
– Vale, perdona…
– Ya te puedes ir.
– ¿Qué?
– ¡Que te vayas! –grité,
enfadado–. Si estás aquí es por tu colgante, ¡y está claro que no funciona!
Coge mi bici, ¡y vete!
Ella me miró herida.
Dos lágrimas comenzaron a caer por sus blandas mejillas. Se dio la vuelta y
salió corriendo. Me hundí en el sillón y no paré de llorar hasta bien entrada
la noche. Entonces me di cuenta de que había roto la única amistad que tenía, y
decidí ir tras ella. Pero no llegué muy lejos.
Las cintas policiales
me dieron mala espina, sin embargo lo que vi me dejó sin aliento. Corrí hacia
Kate, tirada en el suelo y con sangre en la frente. Había cogido mi bici y sus
lágrimas le impidieron ver al camión que pasaba por la carretera.
– ¡Kate, no! –las
lágrimas volvieron a mis mejillas. Ella no me respondió, estaba enfadada–. Lo
siento, Kate, no tenía ningún derecho a tratarte así… Estaba frustrado porque
sentía que debía terminar ese autómata. Pero lo que siento ahora es que debo
estar contigo para terminarlo juntos. Así que, por favor, quédate conmigo…
– Prueba con esto…
–susurró débilmente. Cogió su colgante y puso la lágrima que en ese momento
descendía por su mejilla en el corazón de la llave. Entonces, apoyó su cabeza en
el suelo y sus ojos dejaron de tener vida. Aquella noche sentí culpa,
desolación, tristeza. Sentí que la vida no tenía sentido para mí. Aun así, corrí
a mi autómata. Coloqué el colgante y di tres vueltas. Y para mi sorpresa,
habló:
– Hola, soy Kate. ¿Y
tú? –dijo. Una sonrisa asomó en mi semblante, húmedo por las lágrimas. Había
descubierto el secreto del autómata de mi padre, ahora mío.
Había descubierto el
secreto de Kate.
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